Se paraba en la entrada de la casa del
pastor y le hablaba… el chiste del
asunto es que el pastor nunca estaba frente a él, sino Escondido tras la
ventana, escuchando las confecciones del borracho, como un sacerdote con muy
poca vocación. Las explicaciones fluían como un río sin final, de la boca
perfumada de alcohol a las 11 de la mañana, bajo el candente sol de la isla. “Escúcheme bien pastor, usted sabe que yo
bebo, pero cada mañana yo me levanto y oro”… y quizás era verdad, quizás oraba
y nada pasaba, o simplemente el estilo de vida aprendido era más fácil de
seguir. Y allí pasaban los minutos, y el borracho seguía su conversación con el
viento, mientras eran más los que se paraban tras la ventana a escuchar las
grandes historias. El solo necesita sentir que alguien, al menos alguien reconocía
que el también tenía un plan de vida que nunca pudo vivir. Y sin que nadie le
dijera, ni siquiera sin ver, sabía que alguien tras la ventana prestaba el oído
a su voz y para cerrar la conversación, después de acallar eso que llaman
conciencia, llagaba su frase final: No
se lo digas a nadie.
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